Una infancia marcada por la oralización forzada… 🎤💔
Imagínate tener que reproducir sonidos que ni siquiera puedes oír… Cada sesión de logopedia era una batalla: toques intrusivos, ejercicios dolorosos, incomprensión total. Me obligaban a hablar, a llevar audífonos, a adaptarme a un mundo que no hacía ningún esfuerzo por comprenderme.
📢 Lee mi conmovedor relato de esta lucha diaria y del peso de la integración forzosa.
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Texto de historia* :
El oralista requiere
Las sesiones de logopedia eran con Françoise. Hasta ahora, consistían en pulsar botones para ver un dibujo animado. A partir de entonces, fue otra historia: la oralización era la prioridad. Odiaba la logopedia del mismo modo que odiaba al dentista. No tenía más remedio que ir. Lo más inquietante de estas sesiones era el método utilizado. La logopeda me cogía la mano y soplaba sobre ella -casi escupiendo- para hacerme entender la respiración generada por el habla. No me gustaba que me tocara. También me ponía la mano bajo la barbilla para hacerme sentir las vibraciones producidas por los sonidos /ʁ/, /s/, /v/, /p/, /b/, /k/… Odiaba que un desconocido me tocara así -me recordaba a la gente que besa el dorso de la mano-, es especialmente intrusivo. No me permitiría tocar a esta señora, pero ¿por qué iba a permitirse ella tocarme a mí? Seguía obligada a aprender los sonidos, la voz… No soportaba la repetición de palabras que no conseguía decir correctamente a pesar de todos mis esfuerzos, lloraba. Era aún más complicado porque tenía que lidiar con una nueva forma labial. Con el tiempo, había conseguido entender ciertas palabras (voz + lectura labial), pero cada persona tiene una forma labial y un timbre de voz diferentes, lo cual es difícil de comprender cuando se trata de una persona nueva. Era realmente agotador repetirlo una y otra vez. No podía hacerlo muy bien y, sin embargo, el trabajo de la logopeda consistía en “enderezarme” para que pudiera pronunciar perfectamente. Y cuando me negaba, a veces me daba un manotazo o me tiraba de la oreja. Una quimera que compartía con Claudette. Me obligaban a hablar, era una obligación institucional. Era una pesada carga que odiaba, y se sumaba a tener que llevar mis audífonos y a tener que asistir a sesiones con un psicólogo. Mirando atrás, estaba realmente harta.
La dificultad residía en reproducir un sonido que no podía oír. Me las arreglaba más o menos cuando tenía que repetir letras aisladas: /a/ sola; /u/ sola. En cambio, la combinación de estas 2 letras para formar un sonido nuevo me resultaba totalmente imposible de copiar oralmente: ¡a + u = /o/! ¿Y cómo podía distinguir entre /o/ y /ɔ/? Como resultado, me expresaba de forma muy torpe, cometiendo omisiones involuntarias. Me costaba mucho pronunciar /ʁ/ y a menudo ni siquiera lo decía. En la escuela tuve que trabajar el francés, el dictado, las matemáticas y la logopedia. Nunca tenía un momento de respiro, porque incluso en casa redoblaba mis esfuerzos. Me vi obligada a hablar oralmente para adaptarme a las necesidades de mi familia. Intenté articular para que pudieran entenderme fácilmente. Pero todo este esfuerzo, dado gratuitamente y sin ninguna contrapartida por su parte, me hizo sufrir terriblemente. Todo lo que pedía era rechazado. La sensación de estar perdido iba en aumento. Para mi hermano, que hablaba, era tranquilo y fácil. Me habría gustado cambiar de sitio, pero éramos tan diferentes, para poder contarle a mi madre todo lo que me pasaba en el colegio, pero ¿me habría escuchado?